domingo, 31 de marzo de 2019

Condenado por vestir de negro (I)


El 5 de mayo de 1993, en un paraje de West Memphis, Arkansas, fueron hallados los cuerpos de tres niños de ocho años de edad. Estaban atados y presentaban golpes y heridas que se atribuyeron a armas blancas. Uno de ellos había sido castrado y se especuló con que probablemente habían sido abusados sexualmente.
El caso acaparó la atención, por lo terrible de los detalles, y la policía local recibió mucha presión para dar con los responsables. La comunidad, en la que predomina gente blanca de escasos recursos y hábitos agrícolas, se mostró indignada y atemorizada pero también furiosa.
Después de algunas pesquisas, los oficiales obtuvieron una confesión por parte de Jessie Miskelley Jr., un joven de 17 años con un grado leve de retraso mental. Después de un interrogatorio que se prolongó durante más de ocho horas, Miskelley dijo a los policías que los niños habían sido golpeados, violados y ahogados en un riachuelo por Jason Baldwin de 16 años y Damien Echols, de 18.
Miskelley declaró haber participado en el crimen corriendo detrás de un niño que intentó huir. Negó haberlos golpeado, violado o asesinado. Según dijo, sólo atrapó al menor y lo llevó de vuelta con los atacantes.
Los dos acusados de múltiple infanticidio eran amigos muy cercanos, aunque también bastante diferentes. Baldwin tenía un aspecto inofensivo, era flacucho, pelirrojo, con el pelo ensortijado. Mientras que Echols era más corpulento, vestía de negro, usaba el cabello algo largo, con la parte lateral casi al ras.
La hipótesis manejada por la policía es que se había tratado de rito satánico. Los presuntos asesinos escuchaban bandas de metal y Echols, en particular, era aficionado a la Wicca, la brujería, libros de ocultismo y autores que podían ser tachados de satánicos, como Aleister Crowley.
Tanto Baldwin como Echols negaron estar implicados, pero fueron detenidos y se les levantaron cargos, con base casi exclusivamente en la confesión de Miskelley Jr., que fue juzgado primero y finalmente condenado a cadena perpetua, a pesar de que en el juicio desmintió lo que había declarado bajo interrogatorio, argumentando que lo habían presionado y manipulado para hacer una confesión falsa.
Además de lo dicho por Miskelley no había absolutamente nada en contra de los otros dos muchachos. No había restos biológicos ni ningún otro tipo de evidencia física que los vinculara con los cuerpos o con el lugar en que fueron hallados los niños.
Se determinó que Baldwin y Echols fueran juzgados juntos. Y la fiscalía no pudo utilizar la confesión de Miskelley, pues él se negó a declarar en contra de ellos dos.
Así, prácticamente sin nada, los fiscales armaron un juicio que, ahora sin la confesión de Miskelley, se basó en puras conjeturas. Se llamó al estrado a dos o tres niños que declararon que Echols había confesado el crimen y había dicho que planeaba asesinar a otros dos menores antes de entregarse.
La policía, además, halló en un lago cercano a la casa de Baldwin un puñal, que se presentó como posible arma homicida.
La fiscalía utilizó un experto en ocultismo, que aseguró que el sacrificio de niños era una práctica buscada por los satanistas, pues la sangre de menores de edad tiene más energía vital. La estrategia de la parte acusadora fue establecer un móvil y el satanismo sirvió como narrativa para vincular a Baldwin y Echols con el crimen.
Las familias de los menores culparon sin excepción a los dos acusados, pidieron la pena capital en los medios de comunicación, que convirtieron el caso en tema nacional.
Los defensores insistieron en que no había evidencia física alguna contra Baldwin o Echols. Que la fiscalía se basaba en el aspecto de Echols y sus gustos musicales y literarios. Que si él y Baldwin compartían un interés por el ocultismo o el satanismo, eso no los hacía culpables de asesinato.
Además, resultaba inexplicable por qué en la supuesta escena del crimen no habían quedado restos de sangre. En un paraje como ése donde se habría castrado y cortado a los niños, ¿cómo era posible que ni en la tierra ni en ningún otro lado hubiera rastros sanguíneos? Se especuló con que las víctimas fueron asesinadas en otro lugar y abandonadas ahí, lo que echaba por tierra la hipótesis de la fiscalía.
Al subir al estrado, Echols aceptó practicar la Wicca, leer obras de ocultismo, practicar los mensajes cifrados, poseer cuadernos o apuntes con símbolos de brujería, pero negó haber matado a los niños.
El juicio tuvo un sobresalto cuando el padre de uno de los niños regaló un cuchillo al equipo de HBO que filmaba un documental sobre el juicio. El que recibió el regalo se percató de que tenía pequeñas manchas de sangre en la empuñadura y lo entregó a la policía, que a su vez examinó los restos y llegó a un perfil que podría coincidir, aunque no exactamente, con uno de los niños, el que había sido castrado y era hijo del hombre dueño del cuchillo.
La defensa apuntó hacia el padre, que fue llevado al estrado y negó cualquier implicación, aunque no pudo evitar satisfactoriamente por qué el cuchillo tenía sangre.
Finalmente, el jurado declaró culpables de los tres homicidios a Echols y a Baldwin. El primero fue condenado a muerte por inyección letal y el segundo a cadena perpetua sin posibilidad de salir bajo palabra.
Ése, sin embargo, no fue el final del caso, sino apenas el inicio. El documental hecho por HBO y difundido en 1996 generó todo tipo de reacciones, muchas de ellas en apoyo de los condenados, que impugnaron y apelaron sus sentencias. Pronto se formaron grupos de apoyo, surgió una página de internet y no pocos viajaron a la localidad para contactar con Baldwin y Echols.
Los abogados defensores se enfocaron en las apelaciones ante todas las instancias posibles, para evitar la muerte de Echols y sacar a Baldwin de la prisión.
Así comenzaría un camino de décadas, que será tema de la siguiente reseña.
Paradise Lost: The Child Murders at Robin Hood Hills (Joe Berlinger, HBO, 1996, 2000, 2011).

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