domingo, 3 de diciembre de 2017

La FIL como microcosmos



Raúl Padilla es casi un ejemplar, un personaje que en su trayectoria vital y política reproduce un movimiento mayor. Ante nosotros se presentan los grandes eventos que él preside, y de los cuales la FIL es el más importante. Lo vemos ahí rodeado de intelectuales de reconocimiento internacional, de escritores, artistas, hombres de Estado, políticos, diplomáticos, editores. Es un ambiente en el que parece estar cómodo, es un lugar que él ha buscado y que disfruta.
En ese sitio, lleno de prestigio, de luces, de solemnidad, parece no filtrarse una sola imagen de la historia personal de Raúl Padilla y de la estructura que controla, ésa sobre la que se asienta todo ese conjunto de eventos culturales.
Parece casi estridente, fuera de lugar, sucio, hablar de sus inicios, violentos y oscuros, en la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG). No parece propio tampoco hablar de la forma en la que, traicionando a sus propios mentores, se hizo del control de la Universidad de Guadalajara a fines de los años ochenta. Y nadie tendría el mal gusto de referirse al tipo de control que ejerce a la fecha sobre la universidad. Todo eso, que forma parte de su identidad, se omite en favor de la parafernalia, del oropel, el brillo, la limpieza, el aura de la cultura y las artes que él promovería.
Raúl Padilla es un político. Y sus prácticas políticas son las propias de ese México anterior, el México "estatista" del "viejo PRI" que, según se nos dice, ha recorrido un difícil camino a la Modernidad. Raúl Padilla escaló en esa estructura, se hizo hábil en el patrimonialismo, el corporativismo, el jefismo, el nepotismo, el amiguismo, los favoritismos, el maiceo, la cooptación, el amedrentamiento, la simulación. Su poder aumentó increíblemente. Con la rectoría asegurada, se apoderó también del PRD en el estado, al que ha dejado casi en el orden de la insignificancia. Su expansión requirió nuevos espacios y los encontró en el PRI, donde varios de los miembros de su círculo más cercano, incluyendo algunos de sus parientes, han hecho carrera.
Pero él no sólo ha hecho política. También es un hombre de negocios. En un esquema sui generis, el capital que invierte es dinero público del presupuesto universitario, cuyo ejercicio él decide a través de la autoridad de facto que tiene en el Consejo General Universitario, el órgano máximo de gobierno de la universidad y el que diseña los presupuestos de ingresos y de egresos de la institución. Ha sido polémico, con la construcción de auditorios, teatros y foros esgrimiendo la misión sustantiva y estatutaria de la difusión de la cultura.
Sobre el control político, entonces, él ha obtenido la liberta de emprender negocios, no sólo culturales, también inmobiliarios, hoteleros, de escuela de idiomas, de espectáculos, deportivos y todos esos ramos que cubre el Corporativo de Empresas Universitarias. Y ha erigido también sobre ese dominio un cúmulo de eventos culturales de importancia, donde, como decíamos, la FIL es la joya de la corona.
Él encarna la "modernización". Ese proceso que, extrañamente, inició el propio PRI, el partido que dio perfil a ese estatismo que debía ser modernizado. En su propio seno surgió una corriente novedosa, dispuesta a desmontar lo que el Estado en la economía parecía dirigir con efectos negativos. Y aquí vienen las paradojas, las contradicciones, lo pasmoso: para llevar a cabo esa "modernización" se ha tenido que hacer uso de las mismas estructuras que pretende modernizar. Eso, por ejemplo, contra la izquierda electoral, que, nacida también en el mismo PRI, encontró impulso en el discurso que se opuso a ese proceso "modernizador", conocido como "neoliberal".
De manera que en el mismo PRI estatista nació la opción de la apertura. Y en ese mismo PRI se preservan los corporativismos en los sectores obreros y campesinos, los patrimonialismos, los cacicazgos, los amguismos, la simulación, los fraudes, la compra de votos, la cooptación, el amedrentamiento. El proyecto modernizador parece depender de que ese PRI premoderno siga funcionando. El riesgo es que la izquierda lo venza y eche abajo todo lo construido, sea con afanes de restauración (en una izquierda "conservadora", nacionalista) o sea con afanes verdaderamente progresistas.
La FIL brilla como negocio y como evento cultural. No reconocemos en ella su base, sobre lo que se asienta, el poder corporativo, premoderno, de Raúl Padilla, un actor criado en ese México salvaje, corrupto hasta la médula. Sobre esa raíz, sobre esos cimientos, ha surgido el gran espacio del negocio para la industria del libro. Y por encima de ambos refulge esplendorosa esa sedante celebración de la cultura, que viene a hacernos olvidar lo sucio del comercio y, todavía más, lo subyacente de lo político, ahí donde laten, horribles, las verdades, donde persiste lo determinante.
Quizá por estética, quizá por salud mental, nos dejamos enamorar por los salones, los libros, los intelectuales, el goce de las artes, los campos floridos del Parnaso, el baile de las musas. Empezamos obnubilados por la apariencia, la bella apariencia, y sólo después arribamos al núcleo de lo político, eso que está primero y en la base. Detrás del hombre de cultura vemos al hombre de negocios y detrás de ambos al político premoderno que ha hecho posible el evento. Siguiendo a Aristóteles, lo último en el orden del análisis es lo primero en el orden de la génesis.
En la FIL nos damos cuenta que la cultura no es libre, que depende de la forma mercantil. Y que, esencia del México moderno, la implantación de esa forma ha dependido de la preservación de prácticas premodernas de dominio.