domingo, 24 de febrero de 2019

El sueño de la razón produce monstruos


Uno de los mitos básicos de la modernidad es el de la Revolución. El dominio de la razón sobre la vida social, reza este mito, llegará por un proceso de alumbramiento único, que marcará una ruptura, un quiebre, en la marcha de la historia universal.
Se derribarán los atavismos, las opresiones, caerán los dominantes y se inaugurará una nueva época, de libertad, fraternidad e igualdad entre los hombres. La Ilustración, con su optimismo en la capacidad racional y su fe en el progreso, que se expresó filosóficamente con Leibniz, Kant y Hegel, por ejemplo, impulsó la lucha contra el "Antiguo Régimen", que cayó en Francia en 1789.
Pero la Revolución Francesa derivó pronto en el Terror de la guillotina, la dictadura de Robespierre y las acusaciones de Marat. "La revolución, como Saturno, devora a sus hijos" expresó Danton, el revolucionario que después fue guillotinado, como muchos otros.
La Revolución fue perseguida durante todo el siglo XIX. Por doquier fueron derrocados o impugnados los reyes y los nobles. Pero si esas revoluciones fueron encabezadas por la burguesía, pronto apareció también el movimiento obrero, que fue delineando su propia agenda revolucionaria. Marx será el gran apóstol de esa nueva Revolución, más radical.
El siglo XX fue siglo de revoluciones. México tuvo la suya y Rusia emprendió la más importante por las repercusiones mundiales que produjo.
Pero después de Lenin vino Stalin, el gulag, las purgas, la omnipresencia del marxismo no ya como ideología revolucionaria, sino ideología de un Estado omnipresente. Y, en el otro extremo, como reacción radical, surgieron los fascismos, que se presentaba a sí mismos también como revolucionarios.
Los sueños de la razón habían parido monstruos, cuyo choque dejó decenas de millones de muertos y una destrucción nunca vista.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la revolución recobró vigencia. China tuvo la suya. Y con Mao se vivió el "Gran Salto Adelante" y, después", la "Revolución Cultural", en la que la revolución, otra vez, devoró a sus hijos.
La revolución llegó también al Tercer Mundo. En Corea, en Vietnam, en África y en América Latina.
Cuba hizo su revolución, que prendió la mecha en todo el continente. Para detenerla, los Estados Unidos patrocinaron la contrarrevolución, contra Cuba misma y contra todo el que la replicara en la región.
Después de derrocar a Batista, la revolución cubana enfrentó la invasión, se alineó con la Unión Soviética y se convirtió en un Estado con ideología oficial y con una casta burocrático-militar que controló casi todos los aspectos de la vida social. La Revolución, como sueño de la razón, siguió pariendo monstruos.
En Venezuela tenemos un eco de eso. Hugo Chávez se vio a sí mismo como el líder de una nueva revolución, la bolivariana. Con eso en mente emprendió la gran transformación, la emancipación, la liberación de su pueblo.
El líder construyó un Estado con una ideología oficial, las mismas Fuerzas Armadas se llaman a sí mismas bolivarianas y socialistas.
Muerto el líder, pasó a ser icono, como otros grandes personajes revolucionarios. Y así como Lenin, Kim Il-sung y Ho Chi Mihn, también Chávez tuvo su mausoleo y su culto oficial.
Su sucesor, Nicolás Maduro, se ve a sí mismo como el heredero, el que debe preservar a toda costa la obra de Chávez. Lo ronda un espectro, el del padre muerto, y, bajo su inyunción, su mandato, gobierna el país.
El sueño de la Razón y de la Revolución sigue pariendo monstruos.
Porque la Revolución no existe, es un sueño moderno, de la Ilustración y también del Romanticismo (dos etapas dentro de la Modernidad).
La Razón y la Revolución se convirtieron en la nueva religión, después de la muerte de dios. La libertad, la igualdad y la fraternidad siguen ahí como Formas, Ideas, que hay que traer al mundo.
Nuestra época sigue siendo moderna. Y seguirá engendrando monstruosidades.

sábado, 2 de febrero de 2019

La geopolítica de Venezuela


La idea de Maduro como dictador se instaló en el imaginario mediante una continuada y persistente campaña de desprestigio en los medios de comunicación occidentales, sobre todo privados y con base en Estados Unidos.
Repudiar el régimen venezolano se convirtió en tema de sentido común. La crisis de Venezuela pasó a ser el ejemplo de la carestía, la escasez, la pobreza y la injusticia. Los choques entre los opositores y el gobierno se presentaron como el arquetipo de la violencia ejercida por el Estado contra la gente.
Así, cualquier persona debería rechazar a Maduro. Nadie en su sano juicio podría dejar de decir que en Venezuela hay una dictadura. Se manufacturó el consenso en la opinión pública. Incluso la gente de la farándula, que suele tener arrebatos esnobistas de progresismo, ha clamado contra la tiranía.
Venezuela se ha puesto en el foco de atención, dejando de lado lo que pasa en otras latitudes y también la dimensión histórica. Tampoco se enmarca el caso en el escenario geopolítico, en el tablero de disputa mundial protagonizado por unas pocas superpotencias.
Es sólo Maduro y ya. El dictador debe caer, el tirano debe ser derrocado, el pueblo de Venezuela merece libertad. Se trata de un discurso plano, sin fondo, meramente emotivo, volitivo, inercial.
Por eso es necesario incluir en el análisis lo que está siendo omitido.
Por principio de cuentas, hay que decir que Venezuela no es ni el peor régimen del globo, ni el más represivo, ni el más autoritario, ni el menos democrático, ni el que más viola los Derechos Humanos.
Ahora que Estados Unidos se ha entrometido completamente en el tema, se podría señalar su doble discurso. Washington es aliado de teocracias absolutistas en el Medio Oriente, donde la democracia es inexistente. Pero no sólo eso, en países como Arabia Saudita se violan sistemáticamente los enarbolados Derechos Humanos. Y se trata de un país al que Estados Unidos abastece de armamento de última generación (eso vale también para varios países europeos).
¿Por qué se condena tan duramente al gobierno de Venezuela y, en cambio, se mantiene una alianza con gobiernos como el de Arabia Saudita? Esa pregunta nos conduce a la geopolítica.
Estados Unidos y Arabia Saudita, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Baréin y Kuwait son países aliados desde hace décadas. La primera gira internacional de Donald Trump como presidente tuvo como uno de sus destinos, justamente, Riad, la capital saudí, donde se pudo ver al mandatario norteamericano departiendo con la nobleza, festejando, incluso bailando con espadas.
En cambio, en esa misma zona, Estados Unidos tiene ríspidas relaciones con Irán, una república islámica con rasgos igualmente teocráticos, y con Siria, una república con un régimen claramente autoritario. Invadió Afganistán, para derrocar a los talibanes, e Irak, para acabar con el régimen de Saddam Hussein. Igualmente, participó en la guerra civil en Libia, que terminó con la muerte de Muamar Gadafi.
¿Qué tienen en común Arabia Saudita, Catar, Emiratos Árabes Unidos y Baréin? Que son aliados de Washington. ¿Y qué tenían en común Irán y Siria? Que son aliados de Moscú.
Venezuela también es aliado de Rusia. Y eso podría llevarnos a la respuesta de por qué se enfoca su caso, sobre otros peores, como los de la península arábiga.
El régimen de Venezuela es visto por Estados Unidos como enemigo, no tanto porque atente contra la libertad, sea antidemocrático o represivo, sino porque está alineado con Rusia.
Estamos en una suerte de segunda parte de la Guerra Fría, sólo que ahora no tenemos un trasfondo de ideologías, con el capitalismo y el comunismo enfrentándose, sino la desnuda y descarnada lucha global por la supremacía, por controlar zonas, territorios, recursos, población.
Estados Unidos y Rusia ya han tenido sus enfrentamientos indirectos, como durante el siglo XX.
- En Libia, Estados Unidos y la OTAN apoyaron a los rebeldes, mientras Rusia y China se limitaron a protestar por la intervención.
- En Siria, Estados Unidos buscó repetir el guion aplicado en Libia, sólo que esta vez Rusia y China vetaron cualquier resolución contra Damasco en la ONU. Los norteamericanos armaron a los rebeldes, entre los que hay grupos fundamentalistas, y la aparición de ISIS acaparó la atención. Bashar al Asad, el presidente sirio, se mantiene, con apoyo directo de los rusos.
- En Irán, los norteamericanos han recurrido a las sanciones económicas, la propaganda y los intentos de aislamiento. Pero el régimen de Teherán tiene control de su territorio y de sus fuerzas armadas, además de que cuenta con el respaldo de Moscú.
- En Ucrania, los norteamericanos y los europeos buscaron atraer a ese país a la órbita de la OTAN y la Unión Europea. Los rusos reaccionaron con la anexión de Crimea y el apoyo a milicias que se rebelaron en el este, declarando repúblicas autónomas.
Ahora en Venezuela, los norteamericanos intentan derrocar a Maduro y apoyan a Juan Guaidó, al que ya reconocieron como presidente encargado. En eso la Unión Europea les ha seguido el paso, junto con los países latinoamericanos más poderosos, como Brasil y Argentina, ambos con gobiernos de derecha.
Se trata de hacer retroceder a los rusos, de golpear a sus gobiernos afines y achicar su esfera de influencia. Es una típica confrontación global de potencias imperialistas, como en las fases que terminaron con las dos guerras mundiales o durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo pasado.
Después de la caída de la URSS, Estados Unidos gozó de algunos años de supremacía unipolar. Pero con la llegada del nuevo milenio y de Putin al Kremlin, Rusia ha buscado reconstruir su posición. Los norteamericanos han buscado impedirlo y han pasado a la ofensiva en varios frente, como los referidos.
En ese juego debe entenderse el caso de Venezuela. No se trata tanto de que Maduro sea dictador o no, sino de que es un alfil de los rusos en el continente americano, como lo fue Cuba de los soviéticos. Eso debe quedar claro, porque la denuncia del imperialismo estadounidense suele ir acompañada de un silencio sobre el imperialismo ruso.
América Latina ha sido territorio del imperio norteamericano, que ha cuidado lo que ve como su esfera de influencia por todos los medios. Durante toda la Guerra Fría, Washington se empeñó en evitar que llegaran a poder movimientos que pudieran acercarse a la esfera soviética. Así se explica la hostilidad contra Cuba, pero también el apoyo y patrocinio de golpes de Estado y dictaduras en casi todos los países sudamericanos. El caso de Chile con Pinochet es paradigmático, pero no único. Es una realidad histórica, aunque no tan conocida, habrá que preguntarse por qué.
En Venezuela, los norteamericanos ya apoyaron un golpe de Estado contra el finado Hugo Chávez, en abril de 2002. Y desde entonces han mantenido vínculos con la oposición.
Para Estados Unidos es imperativo "limpiar la casa" de gobiernos vistos como adversarios, por sus lazos con Rusia, la superpotencia rival. Venezuela, Bolivia, Cuba, Nicaragua, son los países "enemigos". Ahora, con el apoyo de Argentina, Colombia y Brasil, los norteamericanos emprenden la limpia y habrá que ver hasta dónde llegan.
No es que en Venezuela no haya un gobierno con rasgos autoritarios, que tramposamente le dio vuelta a una elección desfavorable. Y no es que en Venezuela no haya una crisis económica gravísima. Es más, no es que en Venezuela no sea lo mejor convocar a otras elecciones e incluso que Maduro deje el poder. Lo que se está exponiendo es que detrás de todo eso aparente y particular hay un contexto geopolítico que se debe tomar en cuenta.
Ni Rusia ni Estados Unidos son libertadores, son imperios. En este momento un grupo de países está en la órbita norteamericana y otro está en la órbita rusa. La iniciativa la tienen los primeros, en otro momento la tuvieron los segundos. Bolsonaro y Macri llevan la batuta, con el respaldo de Trump, como hace unos años Chávez, Evo Morales, Néstor Kirchner y Lula la llevaron.
Son ciclos, fases, reflujos. Se gana y luego se pierde, se construye y se destruye, se avanza y se retrocede. América Latina es una región secundaria sometida a las marejadas del juego geopolítico principal, como todo el Tercer Mundo.