El examen de admisión se presenta
como un instrumento de selección de los mejores aspirantes. No hay los
suficientes lugares para todos, por lo que se elige a los de más alto puntaje
combinado entre lo obtenido en el bachillerato y lo que se obtiene en el examen.
Por supuesto, los admitidos
tienen motivo de orgullo. Pasaron el examen, obtuvieron más puntos que la
mayoría. Esto se agudiza en el caso de las carreras con más puntaje, que lo son
porque son las más tradicionales y las que tienen mayor demanda, como medicina,
derecho, arquitectura o algunas ingenierías. Los mejores entran y los que
entran a las carreras más demandadas son los mejores entre los mejores.
El proceso de admisión está
nimbado por una búsqueda y obtención de estatus, en un plano evidentemente individual.
Pero nosotros aquí lo enfocaremos desde otro punto de vista más estructural.
Sólo por razones heurísticas,
pensemos el examen no como un instrumento de selección de los mejores, sino
como un pretexto para excluir a todos los que "sobran" de acuerdo con
los lugares disponibles. Nos podemos hacer preguntas como: ¿por qué existe ese
número de lugares? ¿Qué determina que haya esa cantidad y no más? Estas
preguntas nos conducirían en algún momento a la infraestructura existente en la
universidad, a su política de crecimiento y, en última instancia, a quién
decide qué construir, cómo y cuándo.
Pasamos a las cuestiones
políticas. Los que deciden a dónde dirigir el presupuesto universitario
destinado a la expansión de espacios son, nominalmente, los miembros del
Consejo General Universitario (CGU). Sabemos, sin embargo, que en la
universidad hay un "grupo hegemónico" encabezado por Raúl Padilla
López y su círculo más cercano.
Y podemos enumerar una serie de
obras y erogaciones que no tienen que ver con ampliar la matrícula de
licenciatura, es decir, el número de lugares, sino con rubros como los
espectáculos y el entretenimiento. Una muestra muy clara es la rapidez con que
se construyó, por ejemplo, el Auditorio Telmex en Belenes y la lentitud del
nuevo Centro Universitarios de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH) en la
misma zona. De repente no parece ser el principal objetivo o el prioritario
ampliar el cupo.
Más allá de eso, podemos
mencionar una serie de paradojas. En el caso de los estudiantes el proceso de
admisión parece bastante restrictivo, pero, ¿qué pasa en el caso de los
profesores? Muchos orgullosos admitidos podrían sorprenderse al saber que los
procesos de ingreso, permanencia y promoción de profesores es bastante opaco y
no suele prevalecer la meritocracia. ¿Alguien ha visto una convocatoria pública
para adjudicar plazas en las preparatorias o las licenciaturas?
Los profesores de prepa y de
licenciatura ingresan por dedazo. Y se puede imaginar cómo es que son elegidos:
son amigos, son parientes, son recomendados. No hay algo como un
"examen" con resultados claros y transparentes.
Esto no quiere decir que no haya
profesores muy buenos en la universidad, pero también hay unos muy malos. Eso
también se presenta en el caso de los puestos directivos, que, mientras más se
escala en la estructura, más "políticos" son. El jefe máximo de la
universidad, el que la ha regenteado por décadas, es sólo licenciado, y tiene a
sus hermanos, primos, hijos, amigos, en todo tipo de puestos. Ahí no hubo nada
parecido a una selección por méritos. Es sólo tráfico de influencias.
A esta universidad ingresan los
admitidos. Pero ellos, con la trampa del estatus, difícilmente se interesarán
en esas cuestiones. Ellos tienen un camino individual e individualista, que no
va mucho con la transformación estructural de la universidad. Si puede
ampliarse o no el cupo, no es algo que les interese.
Y esa actitud es muy cómoda para
los que controlan la institución. Los estudiantes ingresan y egresan de
generación en generación, pero los políticos permanecen. Si en el paso por la
universidad los estudiantes sólo tendrán la mira puesta en sí mismos, no serán
para nada un problema.
Sintiéndose los más
"inteligentes", los que tienen más "conocimientos", los
"mejores", muchos admitidos adquieren una mentalidad elitista. Su
situación puede llegar a ser cómica: profesores que les darán clase,
administrativos y directivos que manejan sus departamentos, los políticos que
toman las decisiones en la universidad, muchos están ahí por parentela, por
relaciones eróticas, por intercambio de favores, por cuotas de poder.
Hay gente que es admitida, que es
mantenida en las licenciaturas, que es egresada, titulada e incluida en la
nómina sin que haya tenido que pasar por ningún proceso de selección.
El estatus y el individualismo de
muchos admitidos viene a ser una venda perfecta para que ignoren o evadan la
realidad de la universidad.
Resulta que muchos admitidos,
muchos de los más “listos”, vienen a ser los más pasivos y más desinformados.
Y, en ese sentido, los mejores aliados, por inacción, de una mafia que no
destaca precisamente por sus méritos académicos o intelectuales. En cambio, los
rechazados, los “peores”, casi los parias, pueden llegar a ser los más activos
y mejor informados, una piedra en el zapato de la casta gobernante.
Las demandas de los excluidos no
tienen por qué ser promotoras de la mediocridad. Sirven para poner sobre la
mesa todo aquello que es ignorado por los que caen en las trampas del estatus,
el individualismo y el elitismo.