Luchó en Vietnam. Después de la guerra había vivido en
Alemania con su primera esposa. Tuvo dos hijos. Un vecino suyo también era
militar, estaba casado y tenía dos hijas. Los matrimonios hicieron amistad.
En 1983, la revolución socialista llegó a la isla de
Granada. Fuerzas cubanas, con asesoría china y soviética, tomaron el poder.
Estados Unidos intervino, su vecino fue llamado a combate. Falleció. Sus hijas
quedaron con su madre, que poco después murió también, de un derrame cerebral y
una caída.
Al ver la desgracia de sus vecinos y amigos, decidió
adoptar a las niñas, eran bebés. Se mudó a Estados Unidos. Se divorció, con sus
dos hijos biológicos y sus dos hijas adoptivas se juntó con otra mujer, que
tenía una hija. Se convirtió en novelista, logró cierta fama, buscó ser alcalde
de su ciudad, no lo logró. Llegó a la madurez.
Con su segunda mujer habitaba en una casa grande, con
piscina y jardines. Una noche después de unas copas y una charla en la terraza
descubrió a su mujer al pie de las escaleras, en un charco de sangre. Llamó a
emergencias, pero no pudieron salvarla. Murió desangrada. Él lo atribuyó a una
caída. La policía lo acusó de homicidio.
Su matrimonio parecía perfecto, pero en el curso de las
investigaciones saldría a la luz un aspecto oculto de su personalidad. Era
bisexual. Fantaseaba con militares gais. Tenía encuentros sexuales, contrataba
acompañantes. La fiscalía utilizó eso en el juicio para demostrar que su
matrimonio no era perfecto y que pudo haber un motivo para que matara a su
esposa. La prensa se volvió loca.
Se trajo a cuento que aquella amiga suya, que había
perdido a su esposo en batalla, había muerto de una caída y que su cuerpo había
sido también descubierto en una escalera, con el cuello roto. Habían pasado
dieciocho años, pero la coincidencia levantó sospechas. Desenterraron el
cadáver, le hicieron otra autopsia, dijeron que había sido homicidio. Lo
señalaron como probable responsable.
Se dijo que había mentido en sus antecedentes militares.
En sus novelas y en sus discursos políticos había escrito y dicho que lo habían
herido en batalla. No era verdad, fue sólo un accidente de Jeep.
Bisexual, mentiroso, con una amiga muerta, los acusadores
lo habían pintado como un potencial asesino.
Las heridas de su segunda mujer eran inexplicables, no
concordaban con una caída. Tenía cortes, la sangre era abundante, se reforzó la
hipótesis de una golpiza.
Lo condenaron a cadena perpetua. Apeló, lo rechazaron.
Tenía ya varios años en la cárcel cuando surgió una nueva
hipótesis: a su esposa la había atacado un búho. Muchos se burlaron, pero los
forenses hallaron restos de plumas en el cadáver. Las heridas, que parecían
inexplicables, ahora tenían una causa. Ella había muerto por las garras de un
ave rapaz, se había golpeado además en la escalera y se había desangrado.
Lo liberaron después de catorce años.
La justicia necesita resolver cada muerte humana. O su
mujer se había caído o él la había matado. La defensa se esforzó, con peritos,
animaciones y argumentos, en mostrar que se había golpeado en un accidente. La
fiscalía, con forenses, expertos y explicaciones, intentó demostrar que se
había tratado de un ataque con un atizador de chimenea. Fueron meses y meses de
alegatos. Ni unos ni otros tenían la verdad. El jurado tuvo que decidir entre
dos opciones. Y votó por la condena.
Contra el aparato del derecho y de las instituciones
humanas, la causa había sido salvaje, como salvaje es la naturaleza: en la
noche un ave rapaz había confundido la cabellera de una mujer con una presa. Le
hizo cortes profundos. Si ella luchó, el búho terminó por destrozarle el cuero
cabelludo. La dejó desangrándose y alzó el vuelo a seguir cazando roedores.
En otras épocas una muerte humana era como una muerte en
el medio salvaje. No había que culpar a nadie, ni a nadie había que juzgar. Y
tampoco era posible. Pero esto es la modernidad, es América, y toda muerte debe
quedar esclarecida y juzgada. La justicia tiene que dar un veredicto, el que
sea.
Se trata de vigilar y castigar.
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