Si consideramos que la
Constitución de Apatzingán no tuvo efecto en todo el territorio nacional y fue
más bien un proyecto, podemos decir que la Constitución de 1824 fue la primera
Ley Suprema de México. Establecía una república federal, que sustituyó al imperio
encabezado por Iturbide. Contemplaba 19 estados y cuatro territorios, con la
idea de que esos estados serían soberanos y de manera voluntaria formarían
parte de la federación, que se llamó, por tanto, Estados Unidos Mexicanos.
La influencia era estadounidense,
tomaba como modelo la manera en que las Trece Colonias conformaron una sola
nación. Pero la situación era evidentemente distinta. En cierta forma se trató
de un artificio. No es que la población de los estados decidiera
voluntariamente unirse a una federación. Más bien los que diseñaron esa primera
constitución dividieron el país en estados, que desde entonces fueron
adquiriendo autonomía e identidad.
La Constitución de 1824 se
aplicó en un país sumido en la inestabilidad. Con el régimen de Santa Anna,
iniciado en 1833, se reveló lo endeble de las instituciones. El veleidoso
político y militar cedió el poder a Valentín Gómez Farías, su vicepresidente,
quien aplicó una serie de reformas anticlericales, que incluían la supresión de
órdenes monásticas y la abolición de fueros para miembros del clero.
La reacción católica no se
hizo esperar y se le exigió a Santa Anna no sólo regresar al poder sino anular
las reformas de Gómez Farías. Así lo hizo el general, que entonces empezó a
poner en práctica políticas de corte conservador y centralista, condensadas en
un grupo de leyes, llamadas las Siete Leyes, promulgadas en 1836.
Además de que se acotó la
ciudadanía y se exigió un ingreso mínimo para poder votar, por ejemplo, se
fortaleció la figura presidencial, sobre los poderes legislativo y judicial.
Pero lo más importante es que se suprimió la república federal o federación de
estados, que fueron convertidos en departamentos, con gobernadores nombrados
desde el centro.
Este proceso centralizador
trajo como consecuencia, entre otros efectos, el intento de independencia de
varios estados y territorios. El caso más grave fue el de Texas, que logró su
independencia en 1836. Cuando una década después Estados Unidos de América se
anexó Texas, estalló una guerra que provocó que México perdiera vastas zonas
del norte, más de la mitad de su territorio original.
Los departamentos de las Siete
Leyes centralistas de 1836 contarían con un gobernador elegido por el mismo
presidente y con legisladores locales igualmente nombrados por el ejecutivo.
Después de los numerosos
periodos presidenciales de Santa Anna, y también de su dictadura, será hasta el
Plan de Ayutla, en 1854, que los liberales, encabezados por Juan Álvarez,
emprenderán el proceso para convertir a México de nueva cuenta en una república
federal, lo que se logró con las Leyes Juárez, Lerdo e Iglesias y, sobre todo,
con la Constitución de 1857, promulgada durante la presidencia de Ignacio
Comonfort.
Los conservadores de aquel
periodo, como se sabe, lanzaron el Plan de Tacubaya para anular las leyes
liberales y los aspectos de la Constitución de 1857 que más afectaban a la
iglesia católica. Implementaron las llamadas Cinco Leyes, que devolvieron los
privilegios al clero y al ejército. Eso desató la Guerra de Reforma, en la que
Juárez, que había asumido la presidencia, logró derrotar a los conservadores,
que, sin embargo, terminaron por recurrir a Francia e imponer a un emperador,
Maximiliano.
Los tiempos habían cambiado.
Maximiliano mismo era liberal, creía en la separación de la iglesia y el Estado
y la libertad de culto. Otra vez Juárez logró recuperar la presidencia, con
apoyo de Estados Unidos. Y reestableció la república federal.
López Obrador se dice
juarista, aunque ciertamente no se le ve el lado anticlerical. Acusa a sus
adversarios de conservadores, pero hay que preguntarse en qué sentido él sería
liberal. Parece referirse a la historia de México en el siglo XIX. Y entonces
hay que tomarle la palabra.
Una de sus propuestas, por
ejemplo, es nombrar “delegados” en cada estado, que representen al gobierno
federal. Esas figuras han levantado polémica, pues se cree que podrían
convertirse en un poder paralelo al de los gobernadores.
Morena argumenta que los
delegados se encargarán de los programas sociales federales en los estados,
inspeccionando su correcta implementación. Coordinarán las delegaciones del
gobierno federal y dependerán de un coordinador general, que a su vez estará subordinado
al ejecutivo. Los partidos de oposición señalan que esos delegados servirán
como operadores electorales, manipulando el presupuesto de los programas y las
delegaciones federales para crear una base electoral favorable a Morena.
En el caso de Jalisco, Carlos
Lomelí, que fue candidato a gobernador, será el delegado estatal, lo cual al
menos resulta sospechoso. Es evidente que desde esa posición tendrá incidencia
en la vida política de Jalisco y resulta previsible que vuelva a buscar la
gubernatura. Los programas federales y las delegaciones se convertirán en su
plataforma.
Si los delegados fueron
personajes meramente burocráticos, la situación sería distinta, pero la verdad
es que López Obrador ha elegido perfiles políticos, como en el caso de Lomelí.
Eso lleva a pensar que los delegados estarán ahí para cobrar notoriedad y
preparar sus próximas campañas. Sería una colocación desde el gobierno federal
de alfiles en los estados.
Ya hay reacciones. Enrique
Alfaro, antiguo aliado de López Obrador y gobernador electo de Jalisco, ha
levantado la voz contra la figura de los delegados. Tendrá que lidiar con quien
fue su rival en las elecciones, el mencionado Lomelí. En esa queja, Alfaro ha
recibido el respaldo de sus aliados, como Raúl Padilla, el jefe político del
grupo que controla la Universidad de Guadalajara.
En los sexenios anteriores, el
exceso de los gobernadores de los estados llegó a niveles grotescos. Varios de
ellos están en la cárcel, han sido sometidos a proceso o están prófugos. La
figura del gobernador ha estado tan mancillada como la del presidente, o quizá
más. Un presidente tan popular como López Obrador podría verse tentado a
ejercer el poder en los estados, es lo que teme la oposición.
Es la manera en que hoy se
manifiesta la historia del centralismo y el federalismo, que han estado ahí
desde los inicios de México como Estado.